Lima, noviembre de 1966.
Durante el XXXVII Congreso de Americanistas realizado en la ciudad de La Plata, en septiembre del presente año, se organizó una reunión de mesa redonda para tratar acerca de la Antropología de Urgencia. Diez profesores de diferentes países, todos americanos, fueron elegidos para estudiar el tema delante de un público numeroso de especialistas en todos los campos de las ciencias sociales.
Se denominó Antropología de Urgencia al estudio que debía hacerse de los grupos étnicos que, a causa de la penetración de la cultura llamada occidental, están sometidos a un proceso de cambio tan violento que existe el riesgo de que desaparezcan.
Se especificó que este tipo de riesgo afectaba especialmente a pueblos rezagados en su evolución como, por ejemplo, las tribus amazónicas, constituidas por grupos humanos pequeños y dispersos. Se consideró urgente que la etnología dejara una imagen lo más completa posible de estos pueblos, del conjunto de sus creaciones, de sus normas de vida, de su concepción del mundo, etc., a fin de que quedara este testimonio para la ciencia y para las artes en el inmenso fichero de la variedad de la cultura humana.
Algunos antropólogos señalaron con objetividad que la desaparición de estos grupos era inevitable por cuanto los individuos de la civilización occidental, organizados en empresas de omnímodo poder, estaban aniquilando físicamente a estos pueblos, despojándolos de sus tierras, lanzándolos a lo desconocido, o asimilándolos, luego de convertirlos en simples instrumentos fenecibles.
El antropólogo mexicano Cámara Barbachano manifestó que la antropología de urgencia debía extenderse también a culturas menos vulnerables a estos riesgos extremos. Que en México, lo indígena y lo indio era y seguiría siendo uno de los fundamentos, y el más importante, de la nacionalidad mexicana. Por mi parte, decidí exponer que los pueblos quechua y aymara habían ingresado a un período de cambios intensos y rápidos, especialmente en Perú y Bolivia. Tales cambios toman direcciones todavía confusas. Las generaciones jóvenes, relativamente más libres que las generaciones pasadas, en contacto más activo con las ciudades, con medios de subsistencia más diversificados, aunque no mucho mejores, y bajo la presión social que considera al campesino quechua o aymara como algo inferior y menospreciable, han adoptado una conducta inestable: dinamismo, agresividad, simulación de pasividad y un no bien esclarecido tipo de aparente y contradictorio menosprecio por sus viejas tradiciones. Manifesté que los estudios etnológicos, por estas razones, eran de gran urgencia en ambos países, especialmente en el Perú, porque estaban siendo olvidados muy antiguos patrones de conducta, de formas de expresión artística, de técnicas agrícolas, de sabiduría en todos los campos de la actividad humana.
Hice resaltar el hecho de cómo, en los casos del Perú y Bolivia, la llamada antropología de urgencia no podía tener un objetivo limitado al registro. Se trata de pueblos con varias decenas de siglos de ejercicio de la inteligencia y de la habitabilidad física ilimitada del ser humano, que en los casi cinco siglos de dominación política y económica no habían sido culturalmente avasallados; ninguno de los métodos empleados para reducirlos a la condición de simples instrumentos tuvo éxito y se mantuvieron, durante el coloniaje más riguroso, como un pueblo creador. Que, si se examinaba cuidadosamente la historia de los pueblos andinos, podía acaso comprobarse como, hasta hoy, el pueblo autóctono mantuvo su actividad creadora; transformó casi todos los materiales o normas que, por codicia o por razón de método de dominio, se había tratado de imponerles y los que tomó voluntariamente, por conveniencia propia, en tanto que las clases o castas dominantes se habían comportado como sectores predominantemente imitadores de las metrópolis colonizadoras.
Siguiendo el pensamiento de un antropólogo norteamericano allí presente, en la Mesa, sostuvo que el estudio de estos pueblos debía hacerse con la posibilidad de que, en el caudal de sus creaciones de toda especie y de todos los tiempos, la cultura occidental podría encontrar en América fuentes de inspiración para orientarse ella misma, especialmente en sus versiones o estilos nacionales.
Como resultado de la intervención de Cámara Barbachano y de la mía surgió, entonces, una inesperada polémica con otro profesor norteamericano.
Objetó el “nacionalismo” de Cámara Barbachano y mi “indigenismo”. Afirmó que el “indigenismo” no trataba sino de tomar ventajas para los indios y consideró al nacionalismo mexicano como algo excesivo. Pero no fueron éstos los únicos argumentos que desencadenaron la polémica, sino la enérgica seguridad con que este profesor expresó su convicción de cómo la cultura “occidental” se impondría con todos sus caracteres “feos” y “crueles”. Nuestra cultura es “fea” -dijo, empleando su castellano defectuoso pero muy lúcidamente expresivo-, nuestra cultura es cruel, pero ella avanza sin que nadie pueda contenerla. Los nacionalismos serán poca resistencia; el indigenismo es sólo una forma política de sacar ventajas para los indios... Usted (se dirigió a mí) pertenece a nuestra cultura “fea”.... Le respondí inmediatamente que “no pertenecía por entero a esa cultura, pues era un bilingüe quechua”.
No dejó de causar cierta tensión la forma algo inusitadamente enfática con que este distinguido antropólogo sostuvo una tesis que daba tácitamente por excluidas las posibilidades de que las culturas indígenas del Perú, México o Bolivia influyeran sobre la llamada “occidental” criolla, como habían influido evidentemente, a lo largo de la historia.
En mi réplica, hice constar que me había sentado a la mesa con la decisión y el estado de ánimo característicos de quien, habiendo egresado de alguna universidad, ha de considerar con otros especialistas un tema controvertible; es decir, descarnado de toda contingencia subjetiva. El caso del cambio de la cultura quechua era evidentemente tan urgente como el de una tribu amazónica, pero sus proyecciones dentro de la sociedad nacional del Perú o Bolivia no podían dejar de ser mucho más importantes. Y esta afirmación la hacía no como “indigenista” sino como un estudioso de las ciencias sociales. Puse a la consideración de los colegas que una cultura superviviente a pesar de los varios siglos de vasallaje absoluto de sus portadores bien podía ofrecer valores y elementos que siguieran influyendo y acaso convendría que persistieran, por lo mismo que la cultura de los grupos dominantes tenía, sin duda, rasgos y características “feas” y “crueles”. Y de eso trataremos en este brevísimo trabajo con el que he de acompañar a Fernando de Szysszlo y Francisco Miró Quesada en el presente folleto, dedicado a exponer algunas notas sobre la cultura latinoamericana y su destino.
Creo no hacer una afirmación subversiva, ni mucho menos nueva u original, cuando sostengo que Latinoamérica está siendo disputada por las grandes potencias mundialmente dominantes y que pertenecemos, en la distribución más o menos estable y más o menos concertada que de los países de oriente y occidente se ha efectuado, a la esfera de predominio de los Estados Unidos y de Europa occidental. Asimismo, no es nada nuevo afirmar -lo hacen todos los días en centenares de publicaciones intelectuales de las más diversas tendencias- que las grandes empresas o consorcios occidentales dan un trato muy desigual a los países latinoamericanos, conducta “normal” en las relaciones entre vecinos pobres y ricos. Desearía a este respecto citar una anécdota.
Un auki (sacerdote) de la comunidad de Puquio (Ayacucho) nos explicaba que el campesino recibía muchos bienes del dios Wamani (montaña); que sin la protección del Wamani, el comunero de Puquio caería en el desamparo. Le pregunté, entonces, cómo era posible que si el Wamani era tan bondadoso, exigiera a los comuneros le entregaran ofrendas cruentas todos los años. El auki meditó un instante y me contestó: “Todos los poderosos son bravos y caprichosos, así como es bravo y caprichoso el hombre rico, el que tiene mucho dinero. Y ellos, los poderosos, han establecido de qué modo se puede ganar su voluntad”.
En el caso de Latinoamérica se trata de demostrar la imposibilidad de que, en la actualidad, poderes foráneos, cualquiera sea su origen, logren el avasallamiento cultural de sus principales núcleos indígenas a pesar de la dominación política y económica.
A los colonizadores españoles les convenía que las culturas autóctonas se mantuvieran aisladas y en condiciones de “inferioridad”. Este hecho constituía una ventaja para la colonización. Se ha podido demostrar cómo, aun en el campo de la religión, la Colonia aceptó las prácticas de las religiones antiguas siempre que presentaran una especie de máscara o un simple signo que la hiciera “aparecer” como destinadas a algún personaje del santoral católico. Actualmente, en Guatemala, los sacerdotes “ofician” dentro de los mismos templos católicos; en el caso citado de los aukis de la comunidad de Puquio, estos sacerdotes, que sacrifican llamas y ovejas durante el culto al dios Wamani, llevan por insignia una cruz adornada de flores de kantuta.
Pero la actual realidad de los países latinoamericanos es inversa. Y no somos nosotros quienes lo decimos por primera vez. Es un hecho “natural”, como habría afirmado incluso el auki de Puquio, en el trato entre vecinos y aun hermanos de poderío muy diferente. Las potencias que dominan económica y políticamente a los países débiles intentan consolidar tal dominio mediante la aplicación de un proceso de colonización cultural. Por medio del cine, de la televisión, de la radiodifusión, de millones de publicaciones, se trata de condicionar la mentalidad del pueblo latinoamericano. Esta gran empresa tiene auxiliares influyentes y poderosos entre los socios latinoamericanos de los grandes consorcios, porque tales socios están ya, no diremos “colonizados”, sino identificados con los intereses y, por tanto, con el tipo de vida, con las preferencias y conceptos respecto del bien y del mal, de lo bello y de lo feo, de lo conveniente o inconveniente. Constituyen una extensión de los núcleos que tratan de “colonizar” a los países sobre los cuales ejercen un casi pleno dominio económico y político.
Los escritores y artistas latinoamericanos más representativos han seguido, en cambio, un destino inverso: de la imitación más o menos inspirada de los modelos occidentales han llegado a la creación original mediante la asimilación de las grandes ideas, de las no definibles expresiones, de los métodos del arte occidental. Por eso no puede sorprendernos que el creador auténtico latinoamericano en todos los campos resulte, en última instancia, un nacionalista por el simple hecho de ser original y auténtico, tal los casos de Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa o de Rufino Tamayo o Wilfredo Lam.
Los países latinoamericanos sustentados por una tradición indígena milenaria, como México, Perú, Bolivia o Guatemala y Ecuador, han logrado nutrir a sus creadores con el fondo total de esta tradición que no es sólo india sino que contiene una confluencia originalísima de elementos prehispánicos y occidentales. Quienes han realizado la hazaña de hacer obras que son ahora parte del patrimonio universal del arte humano, como Vallejo u Orozco, trabajaron con el total de estos materiales, viviéndolos y manejándolos con sabiduría e inspiración máximas. En países como Argentina, Chile o Brasil, el escritor y el artista han alcanzado el nivel de los autores occidentales y contemporáneos. Ya no son “colonizables”.
¿A quiénes se dirige, entonces, la empresa “colonizadora”? A la gran masa. Se trata de hacer impermeable a la gran masa para la comunicación con los creadores de su propio país y, al mismo tiempo, con los de todos los países del mundo. En este sentido la empresa es de tipo universal. Por consecuencia de este proceso se considera que habrá de desarraigarse de la vinculación secular con sus propias tradiciones nacionales, con su arte popular, con su arte típico o criollo; convertirlo de ese modo en un ente influenciable, de tal modo estandarizado que sus reacciones puedan ser previsibles y precalculadas. Como toda empresa antihumana, no tiene ésta las garantías del éxito y mucho menos en países como el Perú, donde los propios instrumentos que fortalecen la dominación económica y política determinan inevitablemente la apertura de nuevos canales para la difusión más vasta de las expresiones de la cultura tradicional y de su influencia nacionalizante.
Sin embargo, los gerentes de las gigantescas empresas de difusión de material destinado a la estandarización de la mentalidad de las masas no están desanimados. Han ganado clientela en las ciudades. Estas urbes repentinas, como Lima, son por eso, campos de lucha intensa. Se “modernizan” y deben “modernizarse” a toda marcha, por la misma razón de que en veinte años multiplican su población con aluviones humanos de origen campesino, que, asentados en la ciudad padecen de desconcierto y están semidesgarrados aunque pujantes y agresivos. Y, ya hemos citado a Lima, que es un museo completo del trance en que se encuentra el hombre que debe saltar uno o dos siglos de evolución en una o dos décadas, podemos afirmar que la masa algo desconcertada al tiempo de ingresar en la urbe, encuentra pronto su lugar en ella, su punto de apoyo para asentarse en la ciudad y modificarla. Encuentra tal punto de apoyo en sus propias tradiciones antiguas, organizándose conforme a ellas y dándoles nuevas formas y funciones; manteniendo una corriente viva, bilateral, entre la urbe y las viejas comunidades rurales de las cuales emigraron. La antigua danza, la antigua fiesta, los antiguos símbolos se renuevan en la urbe latinoamericana, negándose a sí mismos primero y transformándose luego.
Sobre este sector convulsionado lanzan sus reflectores y sus instrumentos altamente especializados los colonizadores ultramodernos. Pero las culturas lenta y fatigosamente creadas por el hombre en su triunfal lucha contra los elementos y la muerte no son fácilmente avasallables. Los más recientes censos parecen demostrar que, por ejemplo, en el Perú, la lengua quechua, en lugar de extinguirse, se fortalece, gana prestigio; y ya es evidente para todos que la música andina, predominantemente indígena, alcanza un grado de difusión inversa a la prevista hace unos cuarenta años, cuando constituía una vergüenza y una aventura interpretarla públicamente en la capital; que el vals criollo ha conquistado todos los círculos sociales, habiendo sido, en el mismo periodo vergonzante de la música andina, patrimonio de los barrios marginales de Lima; que la música y danzas costeñas de origen negro siguen el mismo curso de afirmación e influencia masivas.
Los instrumentos más eficaces por medio de los cuales se intenta condicionar la mentalidad de las masas y desarraigarlas de su tradición singularizante, nacionalista (la radio, la TV, etc.), se convierten en vehículos poderosos de transmisión y de contagio, de afirmación de lo típico, de lo incolonizable. El creador tradicional y el creador que domina los medios de expresión “occidentales” mantienen, así, un vínculo profundo no avasallable para bien del destino de sus propias naciones y de las mismas naciones donde se han organizado los grandes consorcios, muchos de los cuales parecen haber olvidado que el hombre tiene de veras alma y ella muy raras veces es negociable.
* El màs grande Escritor y Poeta indigenista Peruano.
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