Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Salvador Allende, suicida a los 65 luego del bombardeo de La Moneda ordenado por Pinochet, ejecutado por Leigh y festejado por Nixon y todas las hienas de la Caverna latinoamericana, empezando por "El Mercurio", el diario que la CIA infló con millones de dólares según los documentos desclasificados en los últimos diez años.
Yo tenía 25 años esa mañana de tragedia predecible. Recuerdo que estuve desde muy temprano en la embajada chilena en Lima, compartiendo con el embajador socialista de Allende las noticias que él recibía directamente, por radio y teléfono, desde Santiago.
Chile nunca había sido tan hermano como en esos años de sueños comunes. ¿Quién se hubiese atrevido a recordar agravios salitreros cuando todos mirábamos el futuro socialista y en paz, democrático y plural, que Allende se empeñaba en construir con lo mejor de la inteligencia chilena y frente a lo peor de la canalla derechista de todas partes?
No había tiempo para dedicarse al pasado en esos tiempos en los que todo lo bueno parecía amenazado. Y quienes nunca pudimos transar con el estalinismo habanero y su concentración pavorosa de poder en un solo hombre cada vez más intolerante, vimos en Allende y sus dificultades el trámite inexorable que los socialistas democráticos debían de cumplir para no parecerse a ningún patriarca vitalicio.
Y cuando vinieron los crímenes, las provocaciones, las voladuras de gasoductos, pensamos que enfrentar eso, al lado del pueblo chileno, era mejor y más limpio que ver a liberadores de antaño transformados en enemigos de la poesía de Heberto Padilla.
Pero luego vino la huelga de los camioneros encabezados por León Vilarín, agente de la CIA, y la guerrilla fascista de Patria y Libertad, aceitada por Kissinger y liderada por Pablo Rodríguez y Jaime Guzmán, ambos en la planilla opaca de la CIA, y luego la huelga patronal de la Sociedad de Fomento Fabril, alentada por la CIA e instrumentada por el Partido Nacional, heredero de quienes habían empujado al suicidio al liberal presidente Manuel Balmaceda en 1891, y por la Democracia Cristiana, ya abiertamente militando en el golpismo.
Yo había estado en Chile en 1971, cubriendo las primeras elecciones complementarias del Congreso que Allende había perdido en Valparaíso. Había recorrido muchos lugares y había hablado con mucha gente –desde Volodia Teitelboim a Carlos Altamirano, de Luis Corvalán a Patricio Aylwin– y había llegado a la muy compartida conclusión de que Chile estaba en camino, por decisión de la Caverna internacional, de una confrontación armada en la que Allende y los suyos –en ese momento, la mitad de Chile– serían masacrados.
Recuerdo que una noche, en Valparaíso, en una boite que parecía el set para una película basada en un cuento de José Donoso, Augusto Olivares, "el Perro Olivares" –secretario de prensa de Allende– nos había dicho a un grupo de periodistas extranjeros que las cosas se iban a poner más feas prescindiendo de cuáles fueran las señales de paz que diera el gobierno. "Aquí los momios están acostumbrados a ganar", dijo el entrañable Olivares; el mismo Olivares que aquel 11 de septiembre de todas las infamias, metralleta en mano, resistió en La Moneda hasta donde pudo y a eso de las diez de la mañana se pegó un pulcro tiro en la sien.
Había visto también, en ese viaje, hasta qué punto la izquierda tanática, encarnada en Carlos Altamirano, en parte del Mapu y en la totalidad del MIR, facilitaban el trabajo de la CIA atizando el "enfrentamiento final" con las Fuerzas Armadas, por aquel entonces todavía en manos de comandantes en jefe decentes e institucionalistas.
Y cuando llegó, en marzo de 1973, aquel proceso electoral en el que la Unidad Popular obtuvo una victoria, a pesar del desabastecimiento salvaje impuesto por el empresariado y de las tomas de fábricas dictadas por el extremismo de izquierda, muchos sentimos un gran alivio. ¿Se atreverían los fascistas a ahogar en sangre a un gobierno que conservaba cifra tan alta de apoyo popular?
Ahora sabemos que fue en ese momento, precisamente, cuando la CIA y los Edwards, el fascismo y el empresariado golpista, Kissinger y la Democracia Cristiana, tomaron plena conciencia de que sólo con las armas echando plomo a discreción se librarían de la pesadilla de un gobierno que había nacionalizado el cobre en medio del fervor popular y que, pacientemente, gobernaba en el angosto margen que le había quedado para seguir siendo democrático.
Así que esa mañana del 11 de septiembre de 1973, 48 horas antes de que Allende anunciara el referéndum que decidiría la continuidad del régimen, cuando al amanecer la flota chilena zarpó de Valparaíso, todos supimos que el espanto había empezado su última cuenta regresiva. Y mientras se decía que Allende buscaba a su recién nombrado comandante del ejército para que pusiera las cosas en orden y los teléfonos de Leigh en la Fuerza Aérea y de Carvajal, en la Armada, sonaban sin contestar, nosotros escuchamos, en la embajada chilena en Lima y gracias a una radio de onda corta, el primer y escalofriante mensaje de la Junta facista. Una de las órdenes era fusilar a quien quebrara el toque de queda, programado para pasadas las 6 de la tarde.
Después supimos de los bombardeos aéreos en las instalaciones de las radios allendistas –la Portales, la Corporación– y de la demolición, también desde un avión de la FACH, de la residencia presidencial de Tomás Moro.
Pero ni siquiera en ese momento pudimos imaginar la crueldad exaltada de este sicariato en que se había transformado la Fuerza Armada chilena. Todas las masacres de mapuches, todas las matanzas de obreros sublevados en el norte (Santa María de Iquique fue la versión chilena de La Comuna de París), toda la furia de una derecha decidida a matar como escarmiento y a vengarse para recuperar sus certezas patrimoniales, todo el odio mugriento de los pelucones asustados, se comprimió en el rostro de Augusto Pinochet Ugarte.
¿Fue un iluso Allende? No. Fue un idealista. ¿Pudo hacer otra cosa que gobernar como lo hizo? No hubiera podido hacer otra cosa: fue leal a su compromiso de asomar a Chile a un socialismo en democracia. ¿Cometió errores? Por supuesto y el primero fue, probablemente, no romper con la izquierda provocadora que parecía aliada del fascismo.
He escuchado ayer algunos discursos de Allende. Resulta prodigiosa la vigencia tenaz de muchas de sus ideas en torno al abuso imperial de los Estados Unidos, la dependencia como desgracia, el saqueo de nuestras riquezas como destino impuesto por el llamado "orden internacional", la asimetría del intercambio comercial y la urgencia de unidad de los países que no quieren borrar de su lenguaje la palabra dignidad.
Allende se mató para no caer en manos de quienes, un año después, harían volar de un bombazo a Prats y a su mujer. Como Balmaceda en Chile, como Eduardo Chibás en Cuba, Allende fue un héroe de la propia consecuencia. Su vida fue la de un demócrata impertérrito. Y su fracaso no fue el triunfo de Castro, que en privado dijo más de una vez que lo que le había pasado a Allende le pasaría a todos quienes quisieran construir el socialismo respetando las reglas de la tolerancia.
Digamos que ese fracaso fue episódico. Hoy el mundo reclama un liderazgo como el de Salvador Allende, un ejemplo como el que predicó, una sensibilidad social como la que lo condujo al poder y al martirio casi al mismo tiempo.
Allende nos espera instalado en el futuro. Pinochet espera a los Edwards y afines en el fantasmal vertedero donde será, para toda la ínfima eternidad humana, el viejo tembloroso que mató, robó y esgrimió su ancianidad para no ir preso. El héroe de Milton Friedman resultó que, fuera del poder, se cagaba de miedo.
jueves, junio 26, 2008
Cien años sin soledad
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