Por Yehude Simon.
No imaginé que una propuesta surgida, de pronto y sin ninguna premeditación, en el curso de una entrevista radial, pudiera haber tenido tal efecto en algunos intelectuales que suelen, a menudo, pontificar sus verdades desde lo alto de sus torres, alejados del pueblo a quien dicen representar o en nombre de quien acostumbran opinar.
Sigo pensando que no había razón alguna para el sobresalto, la diatriba, el recurso al adjetivo fácil y hasta al epíteto inadecuado, con los cuales, muchos de estos señores –a quienes respeto y por quienes sigo guardando un afecto especial– recibieron una personal opinión que no tenía ningún otro propósito que no fuera una inocua convocatoria al diálogo y al entendimiento.
Los hechos, en su origen, fueron muy simples. Fui invitado a RPP para hablar sobre temas políticos de coyuntura, acciones del gobierno y otros de interés de los panelistas allí presentes. Ningún otro propósito adicional, ni subalterno de mi parte. Y todo se realizó con normalidad, hasta que Raúl Vargas pregunta y yo respondo sobre una eventual alianza política a la que pongo nombre y apellido y me refiero al Apra y a la izquierda.
¿Qué sacrilegio cometí como para haber sido acusado, juzgado y sentenciado a la hoguera por Torquemadas del s. XXI? Decir que sería bueno para el país y para la democracia que en las elecciones del 2011 haya pocas candidaturas para que ellas salgan fortalecidas, que se puedan establecer alianzas y, entre ellas, propiciar una entre el pueblo aprista y lo que llamé, en ese momento, la izquierda madura, ¿fue un pecado mayor como para que el huaico se viniera encima?
¿Por qué lo dije? ¿Por querer auparme a un carro que no es el mío? ¿Por traicionar mis ideales? ¿Por querer ser el candidato de esa alianza insinuada? ¿Por ser un tonto inútil, como me ha motejado un ex ministro de Educación? ¿Por lanzar globos de ensayo, como ha sugerido otro analista? Debo decir, en respuesta, que por ninguna de esas razones. Ni cálculo político, ni angurrientas aspiraciones, ni nada. Solo transparencia personal. Esto, que es tan claro como el agua, no lo quieren entender.
Dije lo que pensaba en ese momento, ante una súbita pregunta sobre el tema. Y no me arrepiento de haber puesto en agenda un debate que es necesario que se haga en el país. Convengo que aún es prematuro si solo lo limitamos a imaginarias candidaturas. Pero de que sea necesario, lo es. No es posible que sigamos viviendo atrapados por dogmatismos que no nos permiten ver el horizonte, que obnubilan nuestras ideas, que solo sirven para mostrarnos fantasmas y enemigos allí donde más son las cercanías que las diferencias entre las bases sociales que integran ambas fuerzas.
Está claro que no me refiero a sus dirigentes que, generalmente, van por otro camino. Que no sienten a sus bases y que no las representan. Con ellos es más difícil cualquier entendimiento. Estoy convencido de que se tiene que virar la mirada para ir al encuentro del Perú real. En las provincias y en las regiones, a las cuales viajo a menudo, existen hombres y mujeres anónimos, verdaderos líderes de sus pueblos que sienten, con todo derecho, ser llamados de izquierda. Ellos, por ejemplo, no han protestado como lo han hecho unos pocos con acceso a los medios.
No se han sentido ofendidos, porque conocen el verdadero rostro de la pobreza, porque saben que los de abajo tienen más de común entre ellos, aunque pertenezcan a organizaciones políticas distintas. Esas bases sociales están más próximas a unirse para luchar juntas contra el hambre, si ven que sus dirigentes son capaces de exhibir la nobleza del desprendimiento. Tiene, pues, una mirada distinta que la del cerebral funcionario de una ONG, por ejemplo. O la del comentarista de ciudad.
Para descalificar al adversario, no nos limitemos a retomar viejos debates teóricos sobre el pensamiento de Mariátegui y que se hallan debidamente documentados. Se trata de aplicar ese pensamiento en el Perú del siglo XXI. La consigna, entonces, para la izquierda peruana, a la que he denominado, coyunturalmente, madura, pero llamémosla del siglo XXI, no puede ser que concibamos a Mariátegui congelado en el siglo pasado, máxime si los desafíos del capitalismo global exigen nuevos enfoques y soluciones, quizás menos ideológicos y más pragmáticos y realistas.
Sepamos que el pensamiento del Amauta sigue siendo estimulante para entender mejor el país. Nos proclamamos herederos de su pensamiento; pero no, por ello, inmunes al cambio en la acción. Despojémonos de romanticismos que no nos impiden comprender, por ejemplo, que no puede haber desarrollo sin capital y que el mercado es una realidad, ante el cual no debemos sucumbir, claro está. Ser de izquierda hoy es ser abierto a las ideas, renovado en el pensamiento, creativo frente a las necesidades de un mundo globalizado y posmoderno.
Mariátegui está vigente, pero debe ser enriquecido de nuevo contenido a la luz de los requerimientos de un mundo más globalizado, que nos muestra, al mismo tiempo, un perfil incierto de una globalización ultraliberal. Decir esto, no es una herejía, ni es una traición. Debe ser tomado, por el contrario, como una tarea de todos, para lo cual debemos empezar por cambiar nuestros propios estilos de vida, haciendo de la tolerancia y del respeto democrático por las ideas contrarias una norma de conducta y de civilizada coexistencia.
La Republica
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