Va Ricardo Uceda al juicio de Fujimori y dice que, según sus averiguaciones, a él casi le consta que Fujimori no sabía lo que ordenaba Martin Rivas a su pandilla. Y, claro, lo aplaude “La Razón”, lo viva Oscar Medelius, lo besa en una comisura Luz Salgado, lo desea Martha Hildebrandt.
Y saca Uceda una pala que parece que se compró en Sodimac la semana pasada –la pala con la que cava su propia tumba de testigo de descargo que Nakasaki saca de la manga– y balbucea más que nunca, como si hablase en inglés, y duda más que nunca –hace años que imita sin éxito el estilo interrupto de Enrique Zileri– y dice que con esa pala española es posible que enterraran a los muertos de La Cantuta, muertos que Fujimori aprobó no sólo dando la orden de matarlos –como bien sabe Umberto Jara, un fujimorista que ha tenido la decencia extravagante de decir la verdad– sino felicitando a sus asesinos, primero, ascendiéndolos, luego, y amnistiándolos, cuando ya el escándalo era internacional.
¿Y por qué dice Uceda que Fujimori no supo nada previamente de lo sucedido en Barrios Altos y La Cantuta? ¡Porque se lo contó “Kerosene”! ¿Que quién es “Kerosene”? Uno de los asesinos del grupo Colina, un tal Jesús Sosa Saavedra, el encargado de quemar cadáveres cuando era necesario calcinar a los que habían pasado el rito de los Colina.
No sólo eso. “Kerosene” también le dijo que lo de La Cantuta fue una “ocurrencia” de Martin Rivas. ¿Cómo? Sí, dijo Uceda, “Kerosene” le contó que ellos no estaban preparados para matar a nueve alumnos y un profesor de la universidad magisterial situada en Chosica. “Yo ni siquiera había llevado los implementos propios para un entierro clandestino”, le contó “Kerosene” al periodista que hoy parece tan misterioso como un sótano del SIE. ¿Los “implementos propios” para un entierro clandestino?
De allí, entonces, viene el asunto de la pala. Porque, según Ricardo Uceda, como “Kerosene” había ido a La Cantuta quizás a pasear por sus predios y a oler eucaliptos –no a matar, qué horror, cómo se le ocurre, en todo caso a interrogar nomás–, entonces, cuando al psicópata de Martin Rivas se le vino a la cabeza la idea de enfriarse a diez personas acusadas de nada y sospechosas de todo, en ese momento de emergencia, a “Kerosene” –según el creyente Uceda– se le ocurrió que, si iban a matar por orden “repentina” de ese loco, entonces había que contar con la pala que él, el quemador de cadáveres, no había llevado aquella noche de puro desavisado.
¿Y de dónde sacar una pala? “Kerosene” le contó a Uceda –y Uceda se lo creyó como si se lo contara al oído la mismísima Sonia Goldenberg– que, en ese momento de extrema urgencia, se le ocurrió ir al almacén de La Cantuta, abrirlo no se sabe cómo porque ya no había empleados, encontrar los interruptores del caso o hacer uso de una linterna que no figura en el relato, buscar entre sus anaqueles, encontrar el sitio de las palas de la jardinería (una pala de la Cooperación Española porque esas tenían marca y número de lote, ajá) y salir con su brillante hallazgo rumbo a la caravana de criminales que lo esperaba para partir hacia la playa donde harían lo que sabían hacer y hacían sistemáticamente.
¡Ya me imagino a “Kerosene” cantando de alegría con su pala al hombro, cantando como un minero asturiano rumbo a su carbón, caminando desde el almacén de La Cantuta –que pudo encontrar en medio de un operativo nocturno y encubierto donde todo debía ser rápido y discreto– hasta el lugar donde, seguramente, Martin Rivas lo esperaba feliz porque ahora sí “el instrumental estaba completo” y todo iba a ser como Dios manda! Es decir, con su pala respectiva.
¿Pero es que alguien puede creer esto?
¿Pero es que a Uceda le ha dado un derrame cerebral y es tan inteligente que nadie se ha dado cuenta?
¿O es que a tan reconocido hombre de prensa le han lavado el cerebro con champú para rubias? ¿Cómo puede alguien que ha sido tan brillante para investigar tragarse ese pejesapo de un bocado?
Y todavía dice que “Kerosene”, el quemador de cadáveres, le entregó, años más tarde, la pala que había guardado como un tesoro, la pala incriminatoria que él, criminal profesional, había conservado seguramente con sus preciosas huellas dactilares, la pala que había guardado para entregársela algún día, como terminó haciéndolo, al periodista que más contribuyó al descubrimiento del crimen de La Cantuta. ¡Qué “La fosa y el péndulo” ni qué ocho cuartos! Sosa es mejor que Poe. Y este cuento podría titularse “El giro en redondo de la pala”.
¿Y cómo llamar al cuento de Sosa (a) “Kerosene” diciéndole a Uceda que Martin Rivas hacía cosas muy malas sin permiso de Fujimori y que Fujimori no tenía nada que ver con quienes después premiaba, felicitaba, ascendía y amnistiaba?
Ese cuento debería de ganar el premio de “Caretas”. Y habría que añadirle el de La Lampa de Oro.
fuente: La Primera - Peru 23 Enero 2008
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